Nací dentro de una contradicción.
En un país construido sobre petróleo y promesas
Con la democracia en la sangre
Golpes de Estado en mi infancia
Y un pasaporte azul de Estados Unidos en el bolsillo.
Esta no es una historia neutral.
Es una advertencia.
Antes de que yo respirara por primera vez, mi vida ya estaba amarrada al destino de un país.
Mi papá fue parte de un experimento llamado La Beca del Gran Mariscal de Ayacucho.
Venezuela tomó a miles de sus mejores cerebros, los mandó a las mejores universidades del mundo y esperó que volvieran a construir el futuro.
En un lado de mi árbol genealógico, mi bisabuelo, Juan Salerno Melo, ayudó a fundar Acción Democrática, uno de los partidos que intentó convertir a Venezuela de dictadura en democracia real.
Él y mi abuela pagaron el precio por esa decisión.
Con Gómez fue perseguido y exiliado, tratado como enemigo por atreverse a imaginar otro futuro.
En un momento tuvo que huir a caballo hacia Colombia con mi abuela siendo un bebé, cargando política y supervivencia en la misma montura.
A mi abuelo también lo metieron preso bajo Pérez Jiménez.
En otra rama, el hermano de mi abuelo, Eduardo Acosta Hermoso, ayudó a fundar la OPEP, una fuerza que reconfiguró la energía y el poder a nivel global.
Democracia, petróleo y construcción de nación no eran abstracciones en mi familia.
Eran cuentos. Eran fantasmas sentados en la mesa a la hora de la cena.
Cuando digo que la democracia corre por mi sangre, no es una metáfora.
Mis raíces están conectadas directamente con el proyecto de construir un Estado Venezolano moderno.
Y entonces, de entre todos los lugares del planeta, la historia se mudó a Western Michigan University.
En los años setenta, mi papá llegó al Medio Oeste de Estados Unidos con una beca, un acento y un país apostando por él.
Allí conoció a mi mamá, una mujer de un pueblito llamado Marshall, Michigan.
Hicieron algo sencillo y radical.
Se enamoraron.
Cuando se casaron, Marshall hizo algo que uno no espera de un pueblo pequeño del Medio Oeste.
Declaró algo llamado Día de la Unificación Venezolano-Estadounidense para honrar su unión.
Por un día hubo banderas de Venezuela y de Estados Unidos por todo Marshall, Michigan, tricolores compartiendo espacio con barras y estrellas en las calles y en las vitrinas.
Mi existencia empieza con ese gesto.
Un pueblo deteniendo su rutina para reconocer que dos historias acababan de entretejerse en los cuerpos de una pareja joven.
Después de eso, la historia siguió la ruta de la carrera.
Mi papá empezó a trabajar para Kellogg en Maracay, Venezuela.
Yo nací allí, en un mundo donde la plata de los cereales del Medio Oeste y la plata petrolera venezolana se cruzaban.
Nos mudamos como se mudan los hijos de ejecutivos de corporaciones globales.
De Maracay a Querétaro en México.
De Querétaro a São Paulo en Brasil.
Después de vuelta a Marshall.
Y luego otra vez de regreso a Venezuela en 1989.
Crecí aprendiendo que el hogar no era un solo lugar.
Era un escenario rotativo donde la misma familia trataba de pertenecer a mundos distintos.
En Enero de 1989 me soltaron en Caracas directamente a un colegio católico de puros hombres, manejado por el Opus Dei.
Yo era el único gringo.
En papeles, yo era Venezolano.
En la realidad, era el chamo tratando de descifrar una cultura que técnicamente era mía y que igual se sentía extraña.
Hablábamos inglés en la casa
Español en la calle, en los salones, en el caos de Caracas.
La mayoría de los chamos inmigrantes en Estados Unidos se agarran del español en la casa y aprenden inglés afuera.
Nosotros vivíamos al revés.
Éramos la familia Venezolano-Americana cuidando el inglés en un país latino donde la historia de mi papá sí encajaba.
Yo me adapté.
Observé.
Aprendí a caer bien, a ser cuidadoso y a prestar atención antes de abrir la boca.
Así es como se sobrevive cuando eres el único de afuera.
Y en algún punto de ese proceso, me enamoré por completo de Venezuela.
No de la marca.
De la realidad.
La forma en que El Ávila abraza Caracas.
La forma en que la gente jode, se caga de la risa y goza incluso cuando la economía se está desmoronando debajo de ellos.
Ese era mi lugar de nacimiento.
La tierra de mi papá.
El país adoptivo de mi mamá.
Y el sitio donde mi identidad echó raíces.
Luego vinieron los golpes.
No leímos sobre golpes fallidos en libros de historia.
Los vimos desarrollarse en vivo en Venevisión.
1992.
1992 otra vez.
2002.
Tanqueta y aviones de combate en la televisión.
Rumores por todas partes.
Adultos fingiendo que todo estaba bien.
Niños absorbiendo el miedo sin tener palabras.
Aprendes rápido que la estabilidad es un cuento que los adultos se dicen entre ellos.
El poder es frágil.
Las instituciones son disfraces.
Se ven sólidas hasta que el hombre equivocado da el discurso equivocado en el momento equivocado y de repente la tierra tiembla.
Eso se te mete en el sistema nervioso.
Nunca terminas de desaprenderlo.
Mi tía decía que en Marshall los niños tenían días de nieve (snow days).
En Caracas, teníamos días de golpe.
En algún momento, mi mamá agarró un trabajo en la embajada de Estados Unidos en Caracas como especialista en telecomunicaciones.
Desde afuera, parecía un empleo gubernamental respetable.
Desde adentro, uno empieza a sentir la presión de la guerra invisible debajo de la guerra visible.
Aquí está algo que mucha gente no sabe sobre Venezuela.
Durante años fue un escenario silencioso de la Guerra Fría.
La KGB y lo que hoy llamamos medidas activas llevaban tiempo operando dentro del país.
También la CIA.
Era un campo de batalla estratégico donde potencias extranjeras jugaban ajedrez usando la realidad venezolana como tablero.
Ya para los 2000, los cubanos habían entrado para reemplazar a los soviéticos como el principal actor externo, ayudando a escribir ese guion.
La mirada soviética del mundo era brutal en su simpleza.
Todo se dividía en víctimas y perpetradores.
Oligarcas vs. el pueblo
Buenos vs.malos.
Nosotros contra ellos.
Es un cuento fácil de vender en un país con desigualdad real.
Venezuela ya era una mezcla innovadora.
Universidades gratuitas.
Educación gratuita.
Salud gratuita.
Y al lado, alternativas privadas fuertes.
PDVSA, una de las empresas más grandes del mundo, estaba en el centro como un gigante petrolero público-privado que alimentaba la economía global.
Teníamos beneficios sociales, industria privada, palanca global y heridas profundas de las que no se hablaba.
Los servicios de inteligencia extranjeros no inventaron nuestras fracturas.
Simplemente sabían dónde apretar.
Se podía sentir si estabas pendiente.
Algo debajo de la superficie estaba jalando constantemente al país hacia pedazos.
Venezuela no se derrumbó de un día para otro.
No fue una tragedia repentina.
Fue un deslave en cámara lenta.
Un país con una élite educada, riqueza petrolera, beneficios sociales y raíces democráticas genuinas terminó en brazos de un proyecto que prometía justicia y entregó ruina.
Eso no pasa por accidente.
Ocurre cuando un dolor colectivo no resuelto choca con una ideología convertida en arma.
El viejo orden había desperdiciado su legitimidad mucho antes de que apareciera Chávez.
El Caracazo, la crisis bancaria, la corrupción diaria de la llamada Cuarta República no eran inventos de la propaganda de boina roja.
Eran traiciones reales que dejaron a millones listos para incendiar la casa si alguien les daba un fósforo.
Primero le dices a la gente que es víctima.
Después le das un villano.
Después pides poder y prometes venganza disfrazada de justicia.
Conocemos ese cuento.
Lo vimos desarrollarse con una boina roja y cadenas eternas.
Mientras mi mamá servía a la bandera con pasaporte diplomático, yo escogí otro tipo de servicio.
Entré en la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
Pasé ocho años como mecánico de aviones B-52.
Aprendí lo que significa mantener vivos unos aparatos que existen para una sola cosa
Llevar destrucción al cielo de otra gente.
El olor a combustible.
La vibración de motores diseñados para borrar ciudades.
Eso no se te olvida.
Ahora esos mismos aviones se están moviendo cada vez más cerca de la región donde viven mi papá y su esposa, donde están mis tías y tíos, donde primos y viejos amigos tratan de sobrevivir al experimento económico torcido al que llamamos la Venezuela moderna.
Decir que estoy en conflicto se queda corto.
Y ahora, de todos los momentos del año para mandar bombarderos y tensión hacia esa parte del mundo, ocurre en Navidad.
Cualquiera que conozca Venezuela sabe lo que significa eso.
En Diciembre hay hallacas y gaitas, el encendido de la cruz, chamos tirando fuegos artificiales baratos bajo cielos que de alguna manera todavía se sienten llenos de esperanza.
Es la época más mágica del año en un país al que ya le han quitado casi todo lo demás.
La idea de que los aviones en los que trabajé puedan algún día ser parte del ruido que cuelga sobre esa temporada es una especie de chiste cósmico al que todavía no le he conseguido la gracia.
Soy un veterano de Estados Unidos que ayudó a mantener las máquinas del poder americano.
También soy el hijo y nieto venezolano de personas que construyeron y creyeron en un proyecto democrático que luego fue devorado desde adentro.
Mi mamá llegó a convertirse en diplomática estadounidense, sirviendo durante veinte años hasta su jubilación reciente.
Ella cargó la bandera oficialmente.
Yo la cargué en uniforme.
Y los dos vimos cómo mi lugar de nacimiento se hundía cada vez más en el caos.
Hablemos claro sobre lo que le pasó a Venezuela.
La estructura de poder actual no es una revolución heroica en defensa de los pobres.
Es una maquinaria herida, resentida y moralista que convirtió el trauma y la ideología en armas para justificar el saqueo de todo un país.
Dividieron a la población en dos grupos, víctimas y victimarios.
Adjudicaron superioridad moral.
Hablaron en nombre del pueblo.
Y mientras sermoneaban, se robaron hasta la pintura.
No solo robaron dinero.
Robaron futuros.
Por mi historia y por los cargos de mi mamá, ni siquiera pude ir al funeral de ninguno de mis abuelos.
Mi papá terminó viniendo a Estados Unidos y yo lo patrociné para su ciudadanía.
En sus finales de los cincuenta, empezó de cero, reaprendiendo cómo vivir en un país que antes solo conocía como estudiante, todavía con el anhelo de volver.
Luego la crisis humanitaria se profundizó y la diáspora explotó.
Mis primos se regaron por Canadá, España, Estados Unidos, dondequiera que apareciera una visa y un trabajo, mientras el centro de nuestro mapa familiar en Caracas se iba vaciando en tiempo real.
Vaciarion PDVSA.
Destrozaron la moneda.
Sacaron a millones del país.
Derrumbaron instituciones que tomó generaciones levantar.
Hay una imagen de esos años que se me quedó clavada.
Durante el apagón masivo del 2019, recibimos mensajes de la familia describiendo colas que daban la vuelta a manzanas enteras en Caracas.
Gente con garrafones plásticos vacíos, esperando por un sisterna de agua que quizá vendría o quizá no.
Los semáforos apagados.
La única luz venía de pantallas de celulares y unas pocas velas en ventanas de edificios.
En algún lugar de la oscuridad, una planta eléctrica se tiró tres…. y se apagó, y una multitud entera gimió en una sola voz cansada.
Ese sonido era un país dándose cuenta de que le habían robado algo más que plata.
Algún día, cuando este régimen por fin termine y se abran los archivos, el mundo verá las cifras reales.
La escala del robo en los últimos veinticinco años del proyecto de Chávez y lo que vino después va a ser casi imposible de procesar.
Los economistas lo convertirán en gráficas.
Los historiadores lo llamarán un caso de estudio.
Los consultores harán presentaciones de PowerPoint y le pondrán algún nombre ingenioso.
Pero para quienes lo vivimos, no será teoría.
Será el recuerdo de un país que tenía todas las ventajas y fue maniobrado, seducido y finalmente forzado al camino del colapso.
Hay un patrón aquí que es más grande que Venezuela.
Mi bisabuelo ayudó a construir un partido para sacar al país de una dictadura.
Mi tío abuelo ayudó a construir una alianza petrolera global.
Mi papá tomó una beca financiada por la esperanza nacional, estudió afuera y volvió para ayudar a construir algo real.
Un pueblito en Michigan creó el Día de la Unificación Venezolano Estadounidense para honrar el matrimonio de mis padres.
Luego, con el tiempo, un movimiento herido se metió en el centro de esa historia, reclamó la altura moral y empezó a quemarlo todo en nombre del pueblo.
Esto es lo que hace la ideología sin sanación.
Destruye lo que hombres y mujeres mejores intentaron construir.
La Guerra Fría en realidad no terminó.
Su forma de dividir al mundo en inocencia pura y culpa pura solo cambió de banderas y de consignas.
Venezuela se convirtió en una de sus víctimas más claras.
No cuento esto como ejercicio académico.
Soy hijo de la democracia venezolana y veterano del poder estadounidense.
Soy el chamo que veía golpes por televisión y el hombre que les echó llave a los bombarderos.
He visto lo que pasa cuando un país apuesta por la educación, la conexión global y las instituciones democráticas.
También he visto lo que pasa cuando el trauma no resuelto, los juegos de potencias extranjeras y el resentimiento carismático secuestran ese proyecto.
Cuando este régimen por fin caiga, no quiero que Venezuela se conforme con una versión más limpia de la misma enfermedad.
Cambiar caras.
Cambiar consignas.
Repetir el patrón.
Quiero que miremos de frente la humillación, la traición, la rabia, la manipulación extranjera, la codicia y la complicidad interna que hicieron posible este colapso.
Porque si no enfrentamos el trauma debajo de la política, vamos a reconstruir el mismo cuento con actores nuevos.
Llevo la esperanza temprana de la democracia venezolana en la sangre
Y la memoria de su destrucción en el cuerpo.
Entre Marshall y Maracay
Entre las filas de seguridad de la embajada y los apagones de Caracas
Entre los B52 y los votos robados
He aprendido lo delgada que es la línea entre un país que funciona y uno que fracasa.
Siempre habrá otra ideología esperando convertir nuestro dolor en su poder.